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Corrupción, franquismo y régimen del 78: hacia la III República

Gürtel. Púnica. Lezo. Palau. ERES. Pokemon. Cursach. Brugal. Taula. Palma Arena. Campeón. Noos. Malaya. Pretoria. Astapa. De Miguel. Rasputín. Bárcena, Guateque. Poniente. Auditorio. Y un largo etcétera.

Transparencia Internacional, entidad no gubernamental que lucha contra la corrupción y que acaba de publicar el “Índice de Percepción de Corrupcióncorrespondiente a 2018, sitúa a España como número 41 de una lista corporativa de corrupción a nivel mundial que integra a 180 países. Este puesto no mejora demasiado la posición del año pasado -42-, por lo que España se mantiene en el vagón de cola de la Unión Europea, solo por delante de Malta, Italia y varios países del este.

La entidad sostiene que “el nuevo ejecutivo socialista no ha realizado cambios sustanciales en la política anticorrupción tras siete meses en el cargo”. En este sentido, Silvia Bacigalupo, presidenta de Transparencia Internacional España, comenta que “la debilidad parlamentaria no debería ser un hándicap para sacar adelante un plan integral contra la corrupción”.

Desde el año 2.000, se han producido en España más de 2.000 casos de corrupción, de los cuales tan solo un centenar son conocidos -ya sea por la elevada cuantía de la cantidad malversada o por la relevancia pública de los corruptos-. Cada caso tiene sus propias características, entramados, implicados o duración en el tiempo. Sin embargo, en España hay un denominador común en la mayoría de los casos de corrupción: el urbanismo. Sobornos, cobro de comisiones, adjudicaciones de obra ilícitas…

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Durante los últimos años, España ha sido un nido de corrupción urbanística en la que han participado políticos de diversos partidos, sociedad civil, empresarios y funcionarios. Pocas organizaciones políticas pueden presumir de limpieza ya que, en mayor o menor medida, los casos de corrupción han afectado por igual a dirigentes de diversas formaciones y, en algunos casos, al partido en sí. No se trata de casos aislados, de personas o de partidos: la podredumbre es estructural, intrínseca a nuestro sistema; un sistema corrupto que nació durante el franquismo y que se ha perpetuado hasta nuestros días como una tara genética.

Franco y los 400 millones: la leyenda del dictador austero

El imaginario colectivo sitúa a Francisco Franco como un acerbo dictador que no malgastaba recursos en cuestiones personales. La realidad es que acumuló una fortuna de 400 millones de euros a través de, entre otras cosas, la apropiación de donaciones a la “causa nacional y la reventa de café proveniente de Brasil.

Según denuncia el historiador Ángel Viñas en su publicación La otra cara del Caudillo, Franco desvió donaciones a la “causa nacional”, revendió más de 600 toneladas de café donado por Brasil, y recibía una “gratificación mensual” de 10.000 pesetas provenientes de Telefónica.

Pero no solo se lucró el dictador. El hispanista Paul Preston afirma en su libro Franco. Caudillo de España que el dictador utilizaba la corrupción como fórmula de control de sus colaboradores: les dejaba lucrarse con ilegalidades para después amenazar con descubrirlos. Mientras el pequeño estraperlo era perseguido, la corrupción se cernía sobre una dictadura que vendía una imagen de austeridad y honradez cristiana.

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En comparación con los 47 millones de euros de Luis Bárcenas o los casi 19 de Francisco Correa en Suiza, los 400 millones de euros acumulados por Francisco Franco dan cuenta del nivel de corrupción de una dictadura que sumió en la miseria a España. El desvío de fondos, el chantaje, el famoso Pazo de Meirás y los coches que recibió Franco de parte de Adolf Hitler son la antesala de nuestro sistema actual, en el que la prevaricación, las mordidas, los fastuosos regalos y las comisiones ilegales forman parte de nuestra viciada estructura institucional.

La necesidad de un proceso constituyente

La corrupción es un legado que habita en diferentes cuerpos, expandiéndose y matando como un cáncer. Justicia. Ejército. Iglesia. Monarquía. Cloacas policiales. Oligarquía financiera. Franco murió, pero no el franquismo. La herencia franquista sigue moviendo los hilos de nuestro sistema, ante la incapacidad del Régimen del 78 de romper sus lazos.

Tras la muerte del dictador, no hubo en España un verdadero período constituyente, sino una mera reforma de adaptación al nuevo escenario político. Con este lavado de cara cuyo objetivo fue conservar los equilibrios sin ofender a los poderes fácticos, las estructuras del Estado se han mantenido fieles al sistema que las creó, salvo honrosas excepciones que luchan –de forma individual y honesta, desde los distintos estamentos– contra un sistema que les es intrínsecamente hostil.

Monarquía, jueces, ejército, iglesia… Resulta necesario cortar de una vez por todas con los vestigios del pasado e iniciar una regeneración del sistema a través de un nuevo proceso constituyente. Un proceso fundacional, un reinicio del Estado que acabe tanto con el inmovilismo, como con las reformas cosméticas.

>>La opresión fascista sobre la mujer durante la dictadura de Franco<<

Tras la movilización del 15M, las nuevas generaciones reclamaron una nueva forma de participación ciudadana y un nuevo tiempo político. La respuesta social a los problemas de nuestro tiempo traspasa los sistemas tradicionales de partidos y hace necesario elaborar de forma conjunta otro proyecto de país que ofrezca soluciones, y rompa definitivamente con la dictadura.

Para esta misión, resulta indispensable una firme apuesta por la República. Recuperar la República que nos robó el franquismo significaría restablecer la honestidad y el contenido ético y social en la gobernanza, devolviendo la soberanía a los ciudadanos, que no súbditos.

Porque la República representa mucho más que la inexcusable abolición de un rey al que nadie ha elegido. La República implica honestidad, ética, compromiso con los trabajadores, educación pública, lucha por los derechos sociales, justicia, igualdad y búsqueda del bien común.

>>La Constitución del 78 está muerta ¡Viva el proceso constituyente!<<

La regeneración del sistema debe pasar irremediablemente por un proceso constituyente que dirima entre Monarquía y República, concienciando a los ciudadanos sobre la relación intrínseca entre democracia y República. Se trata, simplemente, de acordar un nuevo contrato social que construya sus cimientos sobre una base ética y que luche contra la corrupción estructural que hemos heredado del franquismo.